martes, 8 de marzo de 2022

El lado oscuro de ser una mujer

Tipo 2016 y muy de la nada escribí una columna sobre el acoso con el que vivimos cada día las mujeres. No fue a propósito, estaba escribiendo otra cosa, pero fue como si de pronto agarrara forma una molestia no descrita muy dentro de mi cuerpo y se expulsara sola con lujo de detalles. Todavía no había aparecido el #MeToo, entonces yo todavía creía que esto no le pasaba a todo el mundo, aunque sí sabía que las mujeres en general lo teníamos más difícil.

Por eso mismo y también por pudor personal no me atreví a publicarlo entonces, pero hoy en honor al 8M y a todas las otras mujeres, lo hago. Porque eso que me pasó a mí, es lo que nos pasa a todas, y también porque es algo de lo que todavía falta hablar mucho, algo que muchos todavía ni se imaginan cómo pasa y cuánto pasa.

Yo sentí tanto alivio cuando lo escribí. Poder contar mi experiencia y que haya quedado allí, como un testimonio de lo que (todavía) sí sucede. Espero que también traiga alivio a otras mujeres, cuando vean que no están solas en esto y que, lento pero seguro, el mundo al fin está cambiando, porque al fin estamos diciendo la verdad.

¡Feliz día internacional de la mujer! :)




LA MUJER Y EL ACOSO, Julio 2016.

 

Antes de desarrollarme, cosa que hice bastante chica, yo era un ser libre, casi salvaje. Iba en bici a todos lados, en la tarde, en la oscuridad, en la lluvia. Las calles, los parques, eran míos. Mi pecho se inflamaba con mi propia independencia, y construía barquitos de hoja para tirar en los canales, y me tiraba en patines desde el cerro. Hasta que me salieron caderas y pechugas y mi papá me prohibió seguir saliendo sola en bicicleta. "Alguien puede hacerte algo", dijo. "¿Quién, cómo?", pregunté. La falta de detalles convirtió el asunto en algo escalofriante, oscuro, aunque tampoco sé si estaba lista para oír ese tipo de cosas. 

 

Por supuesto, yo odié, odié esa limitación, y es que no la entendí. Y mi mamá empezó a comentar cosas parecidas también... a contarme sutilmente los intentos de abuso que le habían pasado a ella, y eso también lo odié. No quería oírla, porque no quería ser como ella: limitada por las circunstancias. Todavía pensaba que, con mi mente, podía cambiar la realidad, algo común en los niños, que no diferencian aún entre lo que son ellos y lo que son los demás. Todavía no entendía dónde repartir las culpas.

 

Sin embargo, creo que al final esas conversaciones igual fueron positivas, porque pese a mi desprecio infantil y a mi total resistencia, me hicieron más consciente. Y, cuando llegó el momento en que debía defenderme, fui capaz de darme cuenta de ello. Por dar un ejemplo, en el colegio teníamos a un cura pedófilo, y resulta que él logró manosear a varias de mis compañeras, pero no a mí y es que yo ya sabía detectar ese tipo de cosas... cuando me invitaba a sentarme a sus piernas, había algo en su tono que... era raro, y como yo ya sabía que podía haber algo raro, me negué cada vez.  

 

Era una lucha, porque él insistía, y el acoso no era sólo físico, sino que también mental. Me preguntaba cosas como si veía la candente teleserie nocturna ("Pantanal"), o si "me tocaba", y yo le contestaba inocentemente "sí, en la ducha", jajaja. Eso último es casi tragicómico. 

 

Yo fui la única de mis amigas cercanas que no terminó sentada sobre sus piernas. 

 

Y repetiré: es tragicómico pero, a la vez, terrible. Ese cura cometió varios abusos y no fue detenido sino hasta años después. Y yo creo que en parte porque las mujeres, entonces las niñas... no habíamos sido enseñadas a hacer oír nuestra voz. No habíamos sido enseñadas a cuestionar los actos del otro. Entonces ni siquiera hubo acusaciones. Nadie supo. O sea, los adultos no supieron. Nosotras, las niñas, lo encontrábamos obvio... pero tal vez no era obvio. Tal vez la sociedad adulta ya estaba acostumbrada a observar este tipo de situaciones, sin darse cuenta de que se pasaban límites. Quizás no vieron nada raro porque estaban acostumbrados a esperar que las niñitas se sentaran sobre el regazo de los curas, como parte de su "naturaleza mimosa".  

 
Naturaleza mimosa, las pinzas, agregaré. Nosotras lo hacíamos porque era lo que se esperaba de nosotros. Aguantar. 

 

En esta parte de la historia no hay críticas. No a mis papás, al menos, sino que a la sociedad. O bien, a algunos integrantes de la sociedad. Está mal que abusen de las niñas porque seamos "inocentonas". Está mal que nos enseñen a ser, por otro lado, así. A ser contenedora de más, y perdonar siempre, y andar siempre linda, sonriente y sin nunca derecho a enojarse por nada. A ser un remanso de a veces no merecida serenidad. La madre del universo. La mártir. La heroína. La redentora del mundo. A las mujeres se nos pide ser así. Si nos oponemos nos tachan de "brujas". Lo mismo la sensualidad. Hay que ser casta, incluso de pensamiento, para la mira pública. Cualquier cosa que salga de eso se tachará como "suelta", incluso hoy en pleno siglo XXI. Si una goza de su vida y de su cuerpo, y es inteligente, ha de hacerlo a escondidas. 

 
Yo me sentí castigada, desde muy chica, por ser una mujer, incluso desde que era apenas una niña en pos de convertirme en una. Desde aquellos años, cuando me vetaron la independencia de mi bici, cuando tenía que ponerle caritas al cura. Yo casi quise no ser mujer, para poder seguir con mi libertad ciclista, para que el sacerdote no tratara de subirme sobre sus piernas, oliendo a perfume caro, susurrando con una voz que pretendía ser sexy.  
 
Entre paréntesis, sé que no todos los curas son así, que muchos tienen intenciones sinceras y que incluso pueden ayudar mucho. Pero el punto es que todo fue bastante amargo, y se puede entender que es un asunto delicado.

 
Retomando mi historia, luché por crecer, por mi identidad propia, ajena a estos "gajes del oficio" y así fue como, ya a los trece años, quise irme en micro al colegio. Hubo protestas paternales, tozudez de parte mía, y mi mamá otra vez con la vieja cantaleta, "ojo con que a la Fulanita, un gallo fresco la amenazó con un cuchillo, y la toqueteó durante todo el trayecto, mientras ella lloraba". Fulanita, alguien que además era muy cercano. Al saber lo sucedido y entendiendo su dolor, primero lloré, pero después me enojé, y por último decidí que Fulanita no era yo.  

 

Al final, luego de mucho discutir, mi mamá me dijo que, bueno, ya, fuera en la micro, pero que me sentara adelante, para evitar ese tipo de problemas, y yo le dije que sí, pero después obvio que me senté atrás. Jajaja. También me dijo que intentara elegir el puesto del pasillo, para que no se pusiera nadie a mi lado, "si no podía irme adelante", y para qué decir que tampoco lo hice. Qué paciencia, ser madre de una preadolescente, porque era como hablar con la pared, y más encima al final ella tenía toda la razón.

 

Y es que yo siempre fui así, un tanto rebelde... pero no era una rebeldía pura y sinsentido... era que yo quería tener fe, en la gente. Pensaba que ceder en cosas como esas, que creer que las personas podían ser malas, era casi como convertir yo al mundo en un lugar malvado previamente con mi opinión. No quería ser cómplice, porque quería un mundo lleno de amor y de justicia. 

 

Así que caí, como pajarito. O casi. 

 

Apenas en mi primera ida en micro, séptimo básico, me tocó espectáculo. Estaba sentada atrás, y estaba vacío, cuando llegó un cincuentón, que se sentó a mi lado, me echó unas miradas candentes y a continuación se abrió el pantalón. Yo lo miré solo de reojo, porque sospeché que era algo raro y que mi mirada lo emocionaba aún más... pero aun desde "la distancia" vi cómo se sacaba su cosa y procedía a frotarla. Era roja y brillante y se hacía gomosa entre sus manos. 

 
Yo ni siquiera sabía qué era eso, pero sabía que no debería estar pasando. Lo ignoré, entonces, para que "no sucediera". 

 
Lo curioso es que, con el incidente, más que miedo sentí irritación. Pensé "qué lata que mis papás hayan tenido razón, nica les cuento porque no me van a dejar andar en micro", cosa que, de hecho, hice (callar). Esperé, pacientemente, a que el tipo terminara, sin mirarlo nunca, sin cambiarme de asiento, porque cambiarme era decir "te vi y fui afectada" y no quería darle poder. Dárselo era como haber sido vencida, y no quise darle en el gusto. 

 

Hasta que se subió a la micro un niñito, mucho más chico que yo, diría de unos ocho, nueve años. Uno tan chico que hasta yo, una púber libertaria, me pregunté por qué iba solo. Se sentó al lado de él, sin darse cuenta de lo que hacía, y después no supo cómo escapar. El viejo, con orgullo, le mostraba cómo se tocaba, casi como para enseñarle, lo miraba a él y me miraba a mí, sonriéndonos beatíficamente a ambos. El niñito estaba pálido, blanco como un papel. Blanco. 


Ahí sí me enojé. Me dije "basta ya", y con mis trece años, me levanté, le pegué con mi mochila al viejo, en medio de la cara, así como si no me diera cuenta y me fui. Me bajé en una calle en la mitad del camino, relativamente cerca de mi casa y miré al niñito con ojos suplicantes, haciendo un gesto de que viniera conmigo, pero el pobre estaba tan shockeado, con el pervert semi en pelota a su lado, que hizo como que no me veía. Siguió la misma técnica de ausencia que había intentado yo antes, y yo lo entendí.


Así que lo dejé solo. No había nadie más atrás en la micro, ningún adulto fiscalizador. Me bajé bastante tranquila y, para ser sincera, el  niñito no me preocupó hasta mucho tiempo después. Seguí sin entenderlo demasiado. Todavía era una niña también yo. 


Sin embargo, sí me quedó esa sensación de que al final el mundo sí era peligroso. Que las cosas que me contaban en mi casa, sí podían pasar. Sobre todo, cuando después sucedieron más: A los catorce años, con mi prima, otra vez en la micro, y entonces no había nadie más excepto nosotras. El conductor mantuvo cerradas las puertas cuando llegó nuestra parada, y nos preguntó con cierta "picardía": "¿Qué harían ustedes si las rapto?". Nosotras nos pusimos pálidas, y nos reímos, como para disimularlo. Él contestó que era broma... pero nos sentimos tan frágiles entonces, y más cuando no quiso volver a abrirlas hasta dos, tres paraderos más. Nunca supimos por qué, y quizá incluso lo hizo para reírse un rato, pero de todos modos fue terrible. Porque ¿cómo íbamos a defendernos? ¿Qué íbamos a hacer si en verdad lo intentaba? 


Por supuesto, tampoco todos los micreros son así. La gran mayoría es trabajadora y honesta, como en todas las labores. No tiene que ver con el gremio.


Esa vez, en vez de asustarme, de nuevo me irrité. "Cómo puede ser que una no pueda ni tomarse una micro tranquila", alegué para mis adentros. Pero no era solamente en la micro. En "La Monga" de Fantasilandia, me manosearon tan fuerte que llegó a dolerme físicamente, dos veces. Cada vez que entré, en realidad, hasta que dejé de ir. En la calle, un universitario califa que no conocía, me invitó a su casa "para mostrarme su pieza", y se enojó cuando le dije que no, aunque igual me fui. En la playa, junto a mi prima (otra), unos gallos trataron de raptarnos. 


Esa fue la peor de esa etapa, quizá. Veníamos de una fiesta en la noche, y era tarde, y un auto con música fuerte y un par de hombres dentro nos vio y nos empezó a seguir. Iban lento y con las luces bajas, y nos invitaron a subirnos, pero eran mucho mayores que nosotras y además estaban muy borrachos, así por supuesto que dijimos que no. A ellos no les gustó eso, y empezaron a gritar cosas, así que salimos corriendo, con ellos persiguiéndonos, en el auto, pisándonos los talones, hasta que saltamos una reja hacia una casa vacía.


Pero no terminó allí, porque uno de ellos se bajó a buscarnos. No nos vio, porque nos escondimos muy bien detrás, casi adentro, de un depósito de leña abandonado, pero aún recuerdo con horror esa linternita negra con la que revisaron el lugar, y cómo mi prima y yo nos tomamos el brazo la una a la otra, tan fuerte que nuestros nudillos se pusieron blancos, totalmente sumergidas en el silencio más sepulcral que jamás oí. Teníamos solo 15 o 16 años. El amor entre nosotras, sosteniendo ese implícito fuerte unido, también lo recuerdo.


Y no dijimos nada, como tampoco lo hicimos ya cuatro amigas y yo, cuando nos pasó parecido en otra playa, apenas unos meses después. Esa vez también supimos tener sangre fría, aunque la táctica fue distinta: Era más temprano, apenas las 10-11 de la noche, así que corrimos directamente a la calle más transitada, haciendo mucho ruido mientras lo hacíamos, hasta que atrajimos la atención suficiente de otras personas, y nuestros perseguidores decidieron que no valía la pena, y se fueron.


No le dijimos nada a nadie adulto, ni esa vez, ni las anteriores, porque a todas nos habían ya advertido ya lo peligroso que es salir sola, y con "sola" nos referimos a "sin hombres", sin importar cuántas de nosotras hubiera, y ninguna tenía todavía la madurez suficiente como para aceptarlo... Ninguna tenía aún la madurez como para aceptar que una mujer tiene reducidas sus libertades de movimiento, por el solo hecho de ser mujer.  


A nuestro favor, es algo muy difícil de digerir. 


El siguiente incidente digno de mención fue quizás a los 17 años. Mis amigas del colegio hicieron un paseo a la nieve y, aunque nací en un medio más bien privilegiado, mis papás no eran tan platudos como otros, así que, aunque me dejaron ir y obviamente pagaron por mí, insistieron en que era con esfuerzo y en que tenía "prohibido" hacer "nada que costara todavía más plata". Jajaja. 


Yo había esquiado solo un par de veces antes, así que no tenía demasiada pericia. Además, para ahorrar, usé los esquís viejos de mi papá, y mis pies eran más chicos que los suyos, por lo que mis pies esquiaban también dentro de las botas. Para no tener problemas con eso, me había puesto varios pares de calcetines, pero aun así no alcancé a doblar a tiempo en una curva, y choqué contra un cartel, tan fuerte que lo boté. Con mi cabeza, jejeje. Justo estaba sola. 


El accidente no fue menor. Aunque mantuve la consciencia, me hicieron cuatro puntos en el cuero cabelludo, en la mitad del casco, que todavía me duelen cuando los aprieto, y con los que en tiempos antiguos todavía podría predecir el tiempo. Tuvieron que llevarme los patrulleros, entre ellos uno relativamente joven. 


Joven y fresco.


Me dejaron sola con él, luego de ingresarme. Cosió mi herida, mientras yo lloraba como la adolescente que era, no por el golpe, sino que por lo que podría costar, económicamente. No porque mis papás no pudieran ni quisieran pagarlo, sino que porque me habían dicho que “no hiciera nada caro” y, como era chica, estaba tan asustada y tan culposa. Y el patudo del paramédico, viendo mi angustia, me dijo "bueno, no te cobro nada... solo si me das un beso" 

 
¿Pueden creerlo?


Aún peor: Se lo di.

 

Fue una cagada de beso, pero igual. Qué rabia. Una colegiala en apuros, de solo 16-17 años, y ya sintiendo que tenía que pagar su lugar en el mundo con su sexualidad. O sea, en realidad, ya pagándola directamente. El horror. 
 
La siguiente ocasión importante fue cuando, a los 22 años, me mandaron al psicólogo. Y habría sido una movida muy acertada para mí en ese momento si no fuera porque el psicólogo mismo no hubiera sido también un fresco y no hubiera ayudado también a mermar las flores en mí.


Como en la mayoría de las ocasiones, usó la “confianza” para acercarse de un modo sutil. Empezamos bien, y tuvimos sesiones interesantes, y todo iba viento en popa... hasta que me ofreció atenderme "los fines de semana", en la oficina. Ojo con que la oficina toda cerrada, nadie en los pasillos, luces apagadas, porque más encima era de noche. Yo accedí, porque él me había dicho que "lo haría gratis". Ni siquiera me atreví a expresar duda. Qué vergüenza yo. Cualquiera creía que en mi casa no tenían ni uno, con la facilidad con que me vendía. Jajaja.


Bueno, es que además era muy ingenua. Pensaba bien de la gente, y no creía que un psicólogo pudiera ser un abusador, y eso que ya había visto curas y paramédicos que lo eran. 


Obviamente, estuve equivocada: El patudo se me tiró al dulce ese sábado, haciéndome cariñitos, mientras repetía con voz melosa que "tenía que volver a confiar en la gente". Por suerte, esa vez hui. Dejé que llegara hasta la mano y el brazo, antes de escapar con alguna excusa tonta. Luego nunca más volví y él tampoco se molestó en contactarme... así que sabía, sabía lo que estaba haciendo. Y yo nunca lo encaré porque tuve compasión. Yo de él. Porque era feíto (tenía una deformidad en la cara). La locura.


¿Se les ocurre algo más bajo que aprovecharse así de una persona en problemas? ¿Que tal persona, más encima, crea que es culpa suya? Pasó mucho tiempo antes de que yo decidiera volver a bajar la guardia con un profesional. Y es una pena, una pena y una vergüenza, que unos pocos enfermos hagan que a una le cambie la percepción con respecto a todos los demás. Porque claramente, a mí me fue aumentando la desconfianza. Y na que ver, poh. No debería ser así. Yo aprendí a solamente refugiarme en mí. 


Una de las últimas veces veces digna de mencionar, quizá la peor de todas, fue a mis 25 años. Tuve un accidente en la universidad, y tuvieron que llevarme en ambulancia al centro médico. No fue nada tan especial ni grave, sino solo que me esguincé el pie, pero no podía caminar, y el seguro lo cubría, y era parte del procedimiento. Como además el campus estaba muy lejos como para pedirle a alguien que fuera a buscarme, y nunca había andado en una ambulancia, me subí feliz y sin poner problemas. 
 
Y otra vez cometí el error de confiar a ojos cerrados, esta vez en lo que la universidad dictaminaba para mí… el error de creer que las personas que se ocuparían de mi persona eran confiables. Porque otra vez me tocó un paramédico fresco y otra vez lo permití. 
 
Lo peor es que este se pasó realmente de la raya, y yo ya no era una colegiala. En la ambulancia, camino al centro, me pegó un discurso sobre cómo "las mujeres jóvenes tienen que revisar sus senos en búsqueda de bultos". "Ah", le dije yo, agradeciendo el gesto, ¿pueden creer que agradeciendo? Y entonces él me dijo que "tenía que comprobarlo". Y yo, de nuevo, lo dejé. 


Lo dejéee. Dejé que "las comprobara" a gusto. Y con buena cara, más encima. No supe qué más hacer. 


La verdad es que me tomó por sorpresa, y que no me di cuenta de lo sucedido hasta uno, dos días después... no me di cuenta de que me había prestado a que me manosearan gratuitamente, sin razón alguna. Y no le conté a nadie porque cómo tan tonta yo, cómo podía haberme dejado embaucar así, había que ser... uf. Estaba tan enojada conmigo misma, y tan humillada, en la vida. 


Y al mismo tiempo es una vergüenza, que una no pueda bajar la guardia, que no se pueda contar ni siquiera con las personas oficialmente designadas en momentos de necesidad. Porque no se sabe qué pueda pasar. 
 
De esa última vez recuerdo con especial perturbación la cara del segundo paramédico, que también iba en la ambulancia. No dijo nada, y siempre estuvo muy distante, pero cuando encontré su mirada mientras me hacían la “revisión”, vi que tenía vergüenza. En el auge de mi síndrome de Estocolmo, pensé que yo era quien había hecho algo malo... pero ahora me doy cuenta de que la expresión en su rostro era porque sabía perfectamente lo que estaba pasando, pero era muy cobarde como para detenerlo. Fue su expresión, de hecho, la que se repitió tanto en mi mente, que me hizo tomar conciencia: El hombre estaba en shock.


Qué horror. Y lo peor y menos sano de eso, es que yo permití todas esas cosas porque en cada una de esas situaciones sentí que tenía que aguantar. No gritar. Ser una señorita. Tener fe en esos "buenos señores".

 
Después de esa última gran humillación, que así la considero, pese a desde entonces ser mucho más viva, seguí teniendo incidentes... como cuando fui a India hace un par de años y un par de hombres llegaron de la nada y me agarraron las pechugas en plena calle. Los amigos con los que iba me dijeron que era porque yo era “voluptuosa", pero es que mi cuerpo es así. Que tenía que vestirme con más disimulo, pero es que mis curvas no se pueden disimular más de lo que ya se disimulan y no podía - ni quería - ya taparme más. Y ojo con que mis amigos me quieren y su intención era ayudarme, pero qué más podía yo hacer. No puedo - ni quiero - esconderme en mi casa, tapada con una túnica, solo porque tengo un cuerpo vivo. Además, yo creo que ni una túnica habría servido. 


Entonces, es muy triste. Es muy triste, en general, que una no pueda ir por el mundo tranquilamente siendo una mujer. Esa vez en India le grité a los que me manosearon, algo nada de inteligente en un país machista como ese (ellos se enojaron, los patudos), y es que ahora soy más grande y puedo defenderme mejor, pero igual cuando pasa me deja un trago amargo, y me hace sentir profundamente vulnerable. Y así le debe suceder probablemente a todas las otras mujeres, y es que hay una violencia de género, de la que se habla tarde, mal y nunca. Y esto está mal, porque el cuerpo de una no está para complacer o molestar al otro, Es una cosa privada. Es íntimo. Es propio, y no pertenece a nadie más que a una.

No creo que este acoso nunca deje de sucederme, no al menos hasta que sea muy mayor y haya perdido mis formas femeninas, por así decirlo, ni tampoco a ninguna otra mujer. Hace apenas seis meses, en la Serena, ya en mis 30s, estaba en una fiesta con unas amigas y me aburrí, así que me tomé un taxi al hostal.... y el tipo que me llevó, me preguntó con picardía cuatro veces si no prefería que "en vez del hostal vengas a mi cama". A su cama. Nada menos que eso. 

 
O sea, qué onda. Y yo con sutil y ya aprendida maña femenina, lo decliné amablemente, en vez de mandarlo a la punta del cerro, porque estaba en su taxi, y era vulnerable, y estaba sola, y hay que saber ganarse "al enemigo"... pero volví a pasar mucho miedo, y también rabia, de no poder todavía moverme sola. Ni siquiera era un taxi cualquiera (y no tengo nada contra esos taxis), sino que uno de aplicación y todo, supuestamente regulado. Pero quejarse al sistema lo sentí como quejarme a un enemigo invisible. Lo más probable es que me hubieran juzgado a mí por haber andado sola en la noche y arriesgarme implícitamente. Es lo que se dice sobre una mujer que osa tomarse sola un taxi.

 
De todos modos y a final de cuentas, yo no quiero pensar en el hombre como en un enemigo invisible (o visible) porque no todos son así, y tampoco es así siempre. Creo, de hecho, que la gran mayoría de ellos son buenos... pero cuando uno pasa por ese tipo de situaciones, y cuando además se da cuenta de que son tan comunes, es tan fuerte que no puedo dejar de entender... no puedo dejar de entender muchas de las cosas que hacemos las mujeres para protegernos, entre ello renunciar un poco a sí misma y a la fuerza completa de la propia femenidad. No todas, pero sí varias y de seguro más de las que debiéramos.


Es muy absurdo, si uno lo piensa racionalmente, pero cuando uno lo siente... no lo es. Hoy puse puros ejemplos lejanos, que "afortunadamente" son los que me han tocado a mí, pero muchas de estas cosas pasan también con hombres cercanos. Todas tenemos alguna amiga que se vio forzada a llegar más lejos sexualmente de lo que quería porque algún pretendiente se le puso violento. Todas conocemos a alguien que ha sufrido acoso de alguien cercano y que no lo cuenta porque de algún modo u otro se le culpará a ella. La violencia hacia nosotras todavía existe en una gama mucho más amplia de la que creeríamos.

 

Y es una pena. 

 

Solo agregaré algo más: Si esto también te ha pasado a ti, quiero que sepas que no es tu culpa. Tienes un cuerpo, tu cuerpo es sexual, está vivo y los demás tienen que lidiar con ello. NO SON CULPA TUYA LOS TRAUMAS DE OTROS.

 

Es lo mismo que me digo a mí misma, cada vez que lo necesito. Aunque a veces confieso que no es suficiente.